lunes, 20 de marzo de 2017

DESEO DE ENTROPÍA


 (disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Durante un tiempo ostentó cierto éxito en las ciencias sociales un concepto procedente de la física: la entropía, el segundo principio de la termodinámica. Es decir, el desequilibrio que se produce dentro de un sistema, su dinámica hacia el desorden, la búsqueda de un nuevo orden que se impone reseteando. La entropía es irreversible en sistemas aislados, pero podría controlarse en ámbitos de mayor apertura.
Sin embargo, nuestra entropía no es tanto material (ya me referí a la razonable salud de los datos de nuestra realidad) como mental. Es el nuestro un desorden psicológico, interior, buscado. Demasiadas veces confiamos en la legitimidad objetiva de los conflictos, cuando la mayoría son artificiales, generados por nuestros caprichos e inconsistencias. Y ahora, ante la falta de un apocalipsis inmediato que nos encare, lo invocamos con fanática insistencia, manipulando datos, acorazando identidades, generando desde los medios y la política estados adulterados de psicosis. Parece como si una mayoría se hubiera apuntado al “cuanto peor, mejor” leninista, metiendo toda la metralla posible en la caldera, con la esperanza de que estalle de una vez.
Hace poco en el Observatorio Astronómico de Costitx asistí a una sesión sobre asteroides. Todos los asistentes coincidíamos en algo: nuestro interés mórbido por una posible catástrofe, en este caso el impacto terrestre de un objeto estelar que eluda los controles. El ocurrente director del centro, Salvador Sánchez, nos tuvo que reconvenir con sorna: “¡Qué ganas tenéis de que pase un cataclismo!”.
Por si nos falla el amado meteorito destructor, o una buena tormenta solar, vamos adelantando la tarea demoledora desde dentro. En general, cualquier cosa nos sirve para la trinchera: un autobús, un carnaval, reinas magas, el día del padre, misas, etc. Somos geniales hormiguitas de la beligerancia, aprovechamos cualquier miga para la combustión de la pira sacrificial que la mayoría cobija en su mente.
Esta tendencia nos dirige a la simplificación, trágica pero no insospechada, que caracteriza una ansiedad por la incertidumbre de lo plural que nos satura. El sistema es complejo, los individuos ya no tanto. Si los antiguos griegos partían del colectivo para conquistar la individualidad, nosotros seguimos el camino contrario: buscamos afanosamente el calor anestesiante del grupo, el consuelo estéril de la indiferenciación.
Pero lo complejo no es una suma de elementos simples, sino que maneja otra lógica. No hay recetas seguras hacia redenciones o liberaciones, porque esos espejismos son de naturaleza entrópica, anhelan dogmas, un punto de fijación, un inmovilismo perpetuo. El hecho de que nuestro mundo occidental haya tolerado como ningún otro el desorden y la confusión, sin necesidad de renacer de cero, hace que el desafío en pro de la entropía vaya subiendo insensatamente su apuesta.

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